Sobre el servicio





Dentro del vocabulario que nos brinda el Nuevo Testamento hay una palabra que me gustaría rescatar para la reflexión que quiero desarrollar sobre el tema del servicio. Esa palabra es «carisma». Carisma es un sustantivo griego derivado del verbo jarízesthai, que tiene como sentido “mostrarse agradable”, “hacer un favor”. Podemos concluir entonces que, bajo la perspectiva neotestamentaria, carisma significa “don generoso”, “regalo”, si se quiere, el carisma es una gracia distribuida según el beneplácito de Dios. Sin embargo, el tiempo le ha agregado al sentido de la palabra la posibilidad de ser una gracia, un don distintivo de un hombre o de una comunidad. Distintivo que lo caracteriza por ser el fundamento de su sentido entre los hombres. Partiendo de estas ideas podemos decir, lógicamente, sin la consideración de que sea una verdad incuestionable, que el carisma, o al menos, uno de los carismas que identifica al emausiano es el servicio. No creo que esto pueda ser discutido por nadie. El emausiano es un servidor sin otra opción más que servir. El emausiano comprende que la vida cristiana es necesariamente imitación de Cristo, pues Él encarnó y nos dio ejemplo para que siguiéramos su pasos (1 Pe 2,21). San Pablo reitera constantemente la invitación a tener los mismos sentimientos de Cristo (Flp 2,5). Servir es uno de los carismas distintivos del movimiento emausiano que se encuentra desplegado por todo el mundo. Servir como camino de santidad, ya que ella consiste en permitir que nuestro ser más profundo se configure con el de Cristo y Cristo es el servidor por excelencia, el servidor más radical. Su servicio fue la entrega plena y absoluta hasta morir por todos los hombres del mundo, de todo tiempo y espacio.

Ahora bien, comencemos por tener claro qué es servir, en qué consiste y a quién sirve todo emausiano. La palabra servir viene del latín servire que significa, nada más y nada menos, que hacer la función de esclavo, pues esta palabra se deriva de servus que significa, justamente, esclavo. En tal sentido servir significa, en pocas palabras, ejercer un cargo o encargarse de alguien. Ahora bien, suena fuerte asumirnos esclavos a estas alturas del siglo XXI. ¿Ser esclavo de otro?, pero ¿no se supone que Cristo vino a hacernos libres? ¿Qué significa esto entonces? Creo que es muy importante recordar acá el ejemplo de María que, al enterarse de la misión que Dios le había encomendado respondió: “He aquí a la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). El emausiano es esclavo de la voluntad de Dios así como lo fue María. Esto significa que el criterio de nuestro servicio no emana de un capricho o de una circunstancia determinada. Nuestro servicio viene directo de la voluntad de Dios cuyo camino para llegar a nosotros escoge Él y sólo Él. Cuando alguien nos pide hacer algo en particular, si esta solicitud no contraría nuestros principios y valores, no contraía la Ley de Dios, y no perjudica en modo alguno a otro, debo suponer que es el camino que ha escogido Dios para hacerme saber qué desea de mí. ¿A quién quiere Dios que sirvamos? A todos, pero muy especialmente a los más pequeños, a los últimos, a los más frágiles. ¿Y quiénes son estos más pequeños?

Usualmente señalamos como «los más pequeños» a los desamparados, a los pobres, como los llama el Papa Francisco: los descartados. Sin embargo, ¿es posible que Dios haga distinciones entre los hombres? Esta pregunta me ha llevado a pensar que estos «más pequeños» no son una categoría social, cultural, biológica o psicológica, sino, más bien, una condición del espíritu. En la fragilidad o fortaleza de espíritu todos podemos ser igualados. Un hombre de pocos recursos puede ser tan pobre o rico en espíritu como lo puede ser un hombre de amplios recursos materiales. La soledad, el dolor, el sufrimiento, no distingue a ningún hombre, aunque, claro está, hay algunos hermanos que se encuentran en condiciones más desfavorables que otros. La soledad, el dolor, el sufrimiento nos hacen pequeños muchas veces. Por ello, el emausiano no puede hacer ningún tipo de distinción a la hora de servir. Se le sirve a todos en cuanto a que Cristo nos vino a salvar a todos, no a unos sí y a otros no, y de ser así, no nos toca a nosotros marcar esas diferencias, ya que “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,28). Servirles a todos sin excepción y servirles bien, pues al hacerlo estamos sirviendo directamente al corazón del Señor. Servirles bien significa servirles con alegría, con entrega, con gozo, con regocijo, pues nuestra recompensa es el propio servicio, la oportunidad de servir.

Servirles a todos y hacerlo bien, no sólo por aquello de que todo lo que hagamos al más pequeños de nuestros hermanos se lo hacemos a Jesús, sino porque en cada hombre, en cada mujer, en cada ser humano brilla la imagen de Dios. Los seres humanos tenemos la capacidad para participar en la humanidad de todos los hombres y en cada uno de ellos, por esta razón, San Juan Pablo II nos recuerda que el sistema fundamental de referencia del hombre es, sin lugar a dudas, la luminosa y frondosa concepción del «prójimo». Surge del mandamiento de la ley que nos recuerda constantemente a amar al prójimo como a nosotros mismos. «Amarás», ese es el mandamiento cuyo único objetivo es hacer notar con fuerza y coherencia que el sistema de referencia centrado en el prójimo tiene un significado fundamental en la acción y en la existencia junto con los otros. Cuando aprendemos a ver a los otros como «prójimos» es debido a que hemos asumido y valorado a ese otro como «persona» y al hacerlo nos valoramos nosotros mismos como tales. El mandamiento del amor acaricia las formas de la persona y aclara en el hombre la prioridad entre persona y naturaleza vivificando la relación entre persona y sociedad, al mismo tiempo devela a la persona como valor de donde brota fecundo aquello de donde cobran vida y se sostienen los valores éticos. El mandamiento del amor descansa siempre atento y a la espera, pues es esa llamada de la persona a la persona. En este descubrimiento que hacemos debería fundarse nuestro servicio. Como sucedió con Cleofás y el otro que, al dejarse llevar por la voz mansa del Maestro que les recordaba la Palabra, lograron ver lo que antes no podían: reconocer a Cristo en ese peregrino. Cada peregrino que nos rodea es un Cristo en potencia.

¿Cuándo y cómo servir? La respuesta a estos cuestionamientos nos la brinda la hermosa Parábola del Buen Samaritano que conocemos y que no vamos a desarrollar aquí, sólo recordar algunos detalles que se pueden pasar por alto. Al igual que ese Samaritano de la Parábola de Cristo, cuántas veces nos hemos encontrado a un prójimo herido por la calle. Herido física y moralmente. Creo que hermanos con estas heridas los hay por doquier. Heridos por la soledad, por la tristeza, por el abandono, por el hambre, por la sed, por los golpes de la vida. No siempre esos hermanos heridos nos llegan con claras señales de violencia física y moral. Hay que estar muy atentos para darnos cuenta. A ese hermano hay que servirle sin demoras. No hay que esperar al próximo retiro para hacerlo, se trata de hacerlo aquí y ahora. No sólo atenderlo, sino, como hizo el hombre de la parábola, acompañarlo hasta el final, velar por él hasta su recuperación. No es sólo ayudar por ayudar, se trata de acompañar. Servir no es ayudar. Servir es acompañar. Acompañar con seria y profunda atención y dedicación. Que a quien se le sirva se sienta como un rey o una reina. No podemos limitar nuestro servicio a los días de un retiro y mucho menos pretender que para poder servir hay que correr a hacer un retiro. Eso es absurdo y banal. Banalizar nuestros retiros es terrible, pues demostramos la banalidad de nuestra fe.

¿Dónde nace el servicio? El servicio no nace de una orden, ni de una sugerencia. No nace del estricto orden en que se establece un retiro. No nace del deber o de la obligación. El servicio nace de la libertad y la humildad que emanan del mandato del amor. No se sirve cuando se hace por obligación, porque me toca, porque no hay más qué hacer. Se sirve cuando se hace en la libertad que brinda el privilegio de servir. Cuando nos damos cuenta de que es un privilegio, una fortuna, una alegría que no podemos ocultar. La libertad que va tejiendo poco a poco la humildad. Se sirve no para buscar un reconocimiento, sino por anhelo de desprendimiento, de entrega, de volvernos un «don» de amor para los demás. Eso no se puede fingir. La humildad no se puede fingir. La humildad fingida es horrible. No hay nada más pretensioso que fingir la humildad. Nuestro servicio a Dios y a nuestros hermanos debe estar lleno de humildad. No pretender ser Jesús, sino el burrito que lo cargó en su entrada a Jerusalén. Un burrito sin nombre, sin rostro, cuya presencia en los evangelios parece sin méritos ni gloria. Sólo Cristo supo por qué tenía que ser ese burrito y no otro. Tener la disponibilidad del burrito hacia las necesidades de los demás de tal forma que, siempre que sea posible, no se advierta, y así no puedan darnos ninguna recompensa por nuestro servicio. Que nuestra única aspiración sea la mirada de Cristo sobre nuestra vida y así comprenderemos que, como escribiera San Juan Pablo II, servir es reinar. Servir es comprender con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente y con toda nuestra alma que ¡JESUCRISTO HA RESUCITADO!... ¡EN VERDAD RESUCITÓ!

Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum

Comentarios

  1. Excelente reflexión... Comprendí mucho, lo comparto con la hermandad. Gracias

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