Camino a Emaús
Uno
de los episodios más hermosos que nos deja el evangelio lucano es el referido a
los discípulos de Emaús. No lo recordaba, lo había olvidado, hasta que tuve
contacto nuevamente con esas maravillosas líneas que nos muestran a un
Jesucristo resucitado siendo corazón palpitante del diálogo. El evangelio nos
habla de dos discípulos que regresaban de Jerusalén arropados por la tristeza,
el desencanto y la desesperanza, pues el Maestro había muerto en la cruz hacía
tres días y, salvo los comentarios –según ellos– alarmistas de unas mujeres que
decían haberlo visto regresar de la muerte, nada había ocurrido. Ante estos
comentarios, Jesucristo, irreconocible para ellos, les dice: “¡Oh, insensatos y duros de corazón para
creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿Acaso no era necesario que el
Mesías padeciera todo eso para entrar en su gloria?” (Lc. 24, 25-27). Un pasaje
que hoy nos habla con una potencia renovadora exhortándonos a la conversión. Volví
a este pasaje lucano mientras viajaba hacia Dios, hacia mí y hacia el otro en
un retiro espiritual de la mano de mis hermanos de Emaús-San Francisco de Asís en
Maracaibo entre los días 24,25 y 26 de marzo de 2017, en lo que fue el primer
retiro de hombres de esta parroquia.
Se trata del segundo testimonio de la resurrección que
cuenta San Lucas de la aparición de Jesucristo a dos discípulos que no pertenecen
al círculo de los once, que van de camino el día de la resurrección. El relato es, con razón, célebre
por el acento de inspiración que lo anima y por la belleza que expone. La
tristeza y desencanto de los discípulos después del fracaso del Viernes Santo
queda en él expuesta con realismo punzante, y el coloquio de los dos discípulos
con el caminante desconocido, a cuyas palabras les hace «arder el corazón», así
como la comida en común en la casa de Emaús producen un efecto tan hondo en el
lector, porque sabe por el evangelista que es Jesús quien habla con ellos. De
los nombres de aquellos discípulos sabemos con certeza de uno llamado Cleofás,
del otro, poco o nada se sabe, pues no aparece nombre alguno que lo identifique.
Teófilo de Antioquía asegura que ese
otro es el mismo Lucas en su propia historia. San Ambrosio piensa, más bien, que
se trata de un tal Amaón. Lo cierto es que no hay un dato preciso de quién era
aquel otro discípulo sin nombre lo que nos permite suponer que, ese discípulo
sin nombre puede ser cualquiera, tú o yo, por ejemplo.
Sobre ellos nos dice San Agustín en su Sermón 235
que Cleofás y el otro discípulo habían perdido la fe y la esperanza. Ambos
estaban muertos, pero caminaban con el vivo; “los muertos caminaban con la
misma vida”. La vida misma ardiendo en vida caminaba junto a ellos, pero en los
corazones de éstos aún no residía la vida. Vida que nos hablaba de una teología
de la mirada, de la contemplación, es decir, de la fe que entra por los ojos
para acceder al corazón de quien está dispuesto a ver más allá de lo que los
ojos humanos nos dicen. Esto ha hecho que la historia de los discípulos de
Emaús haya sido tema central en muchas reflexiones teológicas y espirituales
desde San Apolinar Nuevo, allá por la segunda mitad del siglo VI, hasta
nuestros días pasando también por la sensibilidad musical (Bach y su cantata
número 6) como la artística (Carrucci, Caravaggio, Rembrandt, Velázquez, entre
tantos otros). El camino y el diálogo se muestran como los instrumentos que
utiliza Jesucristo para que estos hombres lograrán ser rescatados de sus
espesos desencantos. Ahora bien, este pasaje qué nos dice hoy, hoy que es
Domingo de Gloria, Domingo de la Resurrección del Señor.
¿Este relato de los discípulos emausianos puede
decirnos algo hoy de modo que la resurrección de Jesucristo pueda convertirse
en fuente de vida para las inquietudes fundamentales que habitan en nuestro
corazón? De alguna manera, ambos discípulos parecen buscar los caminos y formas
para poder salir de los horizontes cerrados y totalitarios que envuelven la
cotidianidad. Ante el avance del progreso salvaje, de la tecnología, de tanto
sincretismo, ateísmo, relativismo, de tanta superficialidad y fragmentación de
lo humano, ¿cómo hablar a los hombres de Dios y a Dios de los hombres? Algunos
teólogos y exégetas nos desnudan la lógica del Nuevo Testamento como tensión de
un criterio normativo para la fe que acompaña cada situación concreta del
hombre y de la mujer que buscan en las luces de aquellos tiempos la potencia
que brota siempre fecunda del acontecimiento de Jesucristo resucitado. Por
ello, este pasaje de los discípulos de Emaús, así como aquellos que hemos
decidido en el corazón de nuestras libertades personales asumir este carisma,
compromete a hacer significativa la buena noticia del evangelio a los hombres
de este atormentado siglo XXI para sembrarlo en el centro de sus gritos de
dolor, desesperación y angustia para que crezca en ellos una nueva de luz, la
de Aquel que hace todo nuevo otra vez.
Jesucristo nos hace nuevos, nos libera como liberó
a Barrabás, quitándonos de nuestra vida el enojo, la ira, la maldad, los
insultos y las banalidades. Para acercarnos a una vida plena de compasión,
bondad, humildad, gentileza y paciencia. El episodio de los discípulos de Emaús
nos confronta directamente con los males de nuestro tiempo que no nos permiten
reconocer la voz de aquel que, a pesar de la espesura de las calamidades
cotidianas, nos hace arder el corazón, aunque no logremos ver su rostro. Así como a aquellos dos, Jesús antes de darse
a conocer por nosotros, quiere
prepararnos por sus palabras. La pregunta hecha por Jesucristo a ellos
se manifiesta con facilidad por la actitud de los discípulos que, en su animada
conversación, podía también ser notada por un extraño. Ellos, a su pregunta, se
quedan estacionados con gesto sombrío, lo cual parece intentar mostrarnos que
no hay irritación por la imprudencia de aquel extraño, sino que manifiesta el
ánimo en que se encuentran y, como uno de ellos expresa a continuación, su
asombro por el hecho de que uno que viene de Jerusalén pueda ni siquiera
preguntar cuál haya sido el tema de su conversación.
Uno de los grandes males creados por el hombre para
devorarse a sí mismo es el poder que brota oscuro del vientre terrible de las
ideologías del mal. Las ideologías se erigieron como sombras funestas del
corazón del mismo hombre para sembrar horror, muerte y miseria en este mundo de
Dios. Las ideologías, tanto de derechas como de izquierdas, se transformaron,
cada una por su lado, en una manera de explicar la realidad desde absolutos que
cada una va gestando y no dudarán, cada una y sin piedad, en hacer entrar al
hombre dentro del proyecto ideológico aunque sea con la fuerza y la violencia. El
hombre en busca legítima de su libertad termina esclavizado, pues confunde ser
libre con ser aceptado dentro de los tribunales sociales que la ideología va
sembrando en cada esquina, en cada calle, en cada casa, en cada corazón. La
ideología, desde este éxtasis del cumplimiento que postula, ha arrebatado de su
lugar a Dios, la única Otredad con mayúsculas. Lo que nos recuerda aquella
escena de la novela «Un Mundo Feliz» de Aldous Huxley |en la cual un hombre
clamaba por no desear ninguna comodidad, tan sólo quiere a Dios, a la poesía, el
verdadero riesgo, la libertad y la bondad, a lo cual le responden que lo ese
hombre reclamaba era su derecho a ser desgraciado. Las ideologías son los
instrumentos modernos que no permiten reconocer a Jesucristo en el otro, ya que
ellas, en su deseo de subsistir, terminan anulándolo miserablemente.
Ante la ceguera del hombre moderno, como aquella
ceguera de los discípulos de Emaús, San Lucas nos desnuda la transición que
implica dejarnos acompañar por Jesucristo, por su palabra, abrir nuestro
corazón y nuestra mente al ardor que emana de su palabra y, poco a poco, la
claridad de su rostro que es el mismo de la misericordia del Padre se irá
transformando en nuestro propio rostro echando fuera todo aquello que nos
distancia de nuestra verdadera vocación: ser prójimo. En el abrazo del hermano
comenzamos a sentir al Señor. En ese calor al que nos abandonamos comenzamos a
tejernos de nuevo a la libertad que cambia nuestra vida, nuestra suerte,
nuestra forma de actuar, nos aprendemos a conjugar no al son que marcan las
ideologías, sino en la sintonía de la amistad con Jesús. En el camino de Emaús,
Jesucristo nos espera para alumbrar nuestra vida y nuestros ojos con su luz
enseñándonos a rectificar, enmendar y perdonar.
Invitemos al Señor a nuestra vida agobiada por las
contingencias cotidianas, esas pequeñas o grandes cosas que nos consumen
desviando nuestra mirada del cielo. No dejemos que se vaya y que la noche de
nuestra alma caiga sobre él. Invitémoslo a pasar la noche con nosotros y
compartamos con Él más que el vino y el pan. Compartamos todo nuestro ser para
que su paz controle siempre nuestra manera de pensar, pues Jesucristo nos ha
llamado desde Emaús a formar un solo cuerpo (Cfr. Col 3). Permitamos que su
palabra, su mensaje viva plenamente en nosotros abriéndonos los ojos y
quebrando la voz de este mundo. En Emaús asumimos que hemos sido despojados del
antiguo ser humano que éramos y del mal que hacíamos: estamos revestidos ahora de
una nueva manera de ser. Dios nos ha hecho nuevos y lo hace siempre, nuevos a
imagen de aquel que nos creó. “En esta nueva vida ya no importa si usted es
judío o no, circuncidado o no, culto o ignorante, esclavo o libre. Cristo está
en usted y Él es lo único que importa” (Col. 3,11). Nuestros ojos han vuelto a
abrirse a su gloria y a la dulzura de su creación. Podemos ver el rostro de
Jesús, que es el rostro de la misericordia del Padre, que es el mismo rostro de
aquel que sufre del mal que hemos creado. Hemos entrado a una nueva vida. “Y en
aquel mismo momento se levantaron y regresaron a Jerusalén, donde hallaron
reunidos a los once y a sus compañeros, que decían: « ¿Es verdad! El Señor ha
resucitado y se ha aparecido a Simón». Entonces ellos refirieron lo que les
había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido en la fracción del
pan” (Lc 24, 34-35) Sí, Señor, vayamos a
Jerusalén, tenemos nueva vida, demos testimonio, ya que JESUCRISTO HA
RESUCITADO… ¡EN VERDAD RESUCITÓ!
Laus Deo. Virginique
Matri. Pax et Bonum
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