¡En verdad resucitó!
La historia de
Cleofás y el otro discípulo pone frente a nosotros los códigos para comprender
el cambio antropológico que estamos invitados a dar si realmente queremos
transformar al mundo.
Charles Péguy
escribió alguna vez que no merecía ser considerado un Padre de la Iglesia, de
hecho, el ser su hijo era algo que lo sobrepasaba. Sin embargo, en estos
momentos, y luego de tantos tormentos atravesados por millones de cristianos,
me pregunto si será un acto de soberbia considerar a muchos Padres de la
Iglesia. Lógicamente no en el sentido técnico de lo que esto significa, pero sí
intentando comprender que, de alguna manera, cuando se vive verdaderamente el
cristianismo se está alimentando a la Iglesia con ese «vivir en gracia».
Pensando en Péguy, escribía José Luis Martín Descalzo, que cuando un cristiano
se comprometía en ese vivir en gracia, comenzaba a derramar semillas con su
simple modo de andar, con su hablar, con la más elemental de las sonrisas. Es
como si, de manera sencilla y sutil, Jesucristo resucitara en el corazón de
cada uno. Ese vivir en gracia que, podemos también suponer, es un resucitar de
Cristo en nuestros corazones, nos permitirá, como escribe Péguy en un poema,
ver cómo marchan hoy las cosas y estar convencido de que mañana irá todo mejor,
“esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra
gracia”. Me resulta inevitable entonces recordar a los dos discípulos que iban
camino a Emaús en el Evangelio de San Lucas. Aquella poderosa historia lucana
que nos recuerda que la verdad no es ni será algo que se posee, sino que, por
el contrario, es un Alguien que nos sostiene.
La
historia de Cleofás y el otro discípulo pone frente a nosotros los códigos para
comprender el cambio antropológico que estamos invitados a dar si realmente
queremos transformar al mundo. En un tiempo de imposiciones políticas,
económicas, sociales, culturales y, algunas veces, religiosas, Jesús, en forma
de peregrino irreconocible, nos señala cómo no imponernos frente a los otros
violentándolos hasta rebajar a la mínima expresión su dignidad humana. Esta
historia que nos obsequia San Lucas contrasta de manera radical con las
injustas imposiciones que han caracterizado la impronta de los distintos
proyectos ideológicos desarrollados en el siglo XX y que siguen haciendo mella
en las primeras décadas del XXI. Dos discípulos que, hechizados por la
ideología de la desesperanza, naturaleza de todo proyecto que sólo descansa en
lo humano, no son capaces de reconocer la Verdad que los acompaña, les habla y
les hace arder el corazón. No son capaces de reconocer a su Señor que no les
habla desde una superioridad moral, sino que, como debe corresponder al
cristiano comprometido con su fe, se interesa por ellos, por sus problemas y
aflicciones. No incomoda, no perturba, no violenta, todo lo contrario, los
acompaña con la suavidad de la luz del día que cae sobre todos, sin distinción,
mostrando los colores del camino, mostrando sin mostrar que mañana todo irá
mejor, he allí nuestra esperanza y el sentido profundo de la resurrección.
No
es Cristo quien les impide reconocerlo, son ellos mismos, cegados por sus
propias voces quienes no logran penetrar hasta ese silencio interior, pues el
camino que lleva hasta él está repleto de tanto ruido (ideologías) que la
palabra del Evangelio que los acompaña no logra conectar con el ser de los
caminantes. De esa misma manera en que aquellos dos discípulos no alcanzaron a
reconocer al Señor, así mismo nos cuesta hoy reconocer al Cristo que, sin duda,
vive en el otro que nos rodea, que también nos acompaña, que también nos habla
y reclama de nosotros, al menos, un guiño para no sentirse solo. “¡Qué poco
entienden ustedes, les dijo diciéndonos Cristo resucitado, y qué lentos son sus
corazones para creer todo lo que anunciaron los profetas” (Lc 24:25). No
entendieron y no entendemos porque no vamos al silencio a buscar allí la
Palabra que siempre nos hace arder el corazón. El silencio es lo siempre dado,
lo que permanece más allá de mi capacidad. Hay que buscar en ese silencio, en
compañía de las Sagradas Escrituras, para arropar con él la brutal arrogancia y
prepotencia que las ideologías y la tecnocracia nos han sembrado para
distanciarnos de la Verdad y del sentido propio de la existencia. Ese silencio que nos dice siempre que el
becerro no es necesario que sea de oro, puede también ser de ideas, de carne y
hueso, de tiempo, en fin, de cualquier cosa que nos contamine nuestra libertad.
Cristo, que nos pidió una vez ser pesebres, ahora nos desnuda como aquel
sepulcro en el cual ardió la verdad de la resurrección, pero no como concepto
abstracto encerrado en las cuatro paredes de la teología, sino como corazón
siempre palpitante de realidad.
Por
ello San Pablo nos exhorta a morir para que Cristo viva en nosotros, morir a
nuestro propio yo sin temerle al vacío, a nuestro propio «sábado de tinieblas».
El mundo, y nosotros con él, parece estar viviendo hoy a partir del fúnebre
silencio de otro sábado santo, parece intentar transitar la espesura de la
realidad orientado por las tinieblas que se han acumulado en su corazón. El
mundo cree que Dios ha vuelto a guardar silencio o, a lo mejor, que retornó a
su lápida donde una vez, hace mucho tiempo, lo encerramos para sentirnos
cómodos más allá del bien y del mal. Esta oscuridad está tejida con tinieblas
divinas que nos cuestionan, que intentan hablarnos directamente a nuestras
conciencias. En medio de ellas, de estas tinieblas, una voz que se ahoga en un
dolor más allá de todo dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Chiara Lubich nos recuerda ese grito que se transforma en sábado santo para
preguntarnos cuántas cosas nos dicen esas palabras, cuántas cosas adheridas a
ese dolor que llega a un límite en el que toda la vida queda en suspenso. Grito
que hemos transformado en otro más terrible: Dios mío, Dios mío, ¿por qué te he
abandonado? Y al abandonarte me abandono y al abandonarme lo abandono todo que
eres Tú mismo, Dios mío. José Serafín Béjar Bacas nos dice que la paradoja, la
contradicción, radica en que, justamente en el abandono de aquello que nos hace
ser, nos encontramos siendo uno con el todo de Dios, trascendiendo la
diferencia, nos fundamos con el amor, desecho todo dualismo: siendo, no soy; no
siendo, soy. Abrir las puertas de nosotros a Cristo para que resucite nos hace
ser en el amor que se hace pleno sólo en Él.
Cristo
resucitado nos invita a meditar sobre lo negativo que resulta para nosotros construir
nuestra identidad en la identificación con aquello que levantamos con nuestras
propias manos ensordecidos por la ilusión de que están hechas las cosas
(logros, dinero, afectos) y que estas cosas son las que nos dan la medida
exacta de nuestra grandeza, de nuestro valor. Cristo resucitado nos enseña a
soltar esas cosas para descubrir que no vamos a caer, pues siempre estamos
respaldados, sostenidos, apoyados. Béjar Bacas, entre tantos otros, señala con
firmeza que el cristianismo del siglo XX se ha contaminado mucho de modernidad
al entender la realidad ontológicamente como una conquista. Por ello, la
aventura de emancipación moderna tenía un fuerte contenido voluntarista porque
hacía depender la existencia misma de las cosas de las fuerzas humanas para
sostenerlas, lo cual nos impulsó a suponer que la salvación misma dependía
exclusivamente de los méritos del hombre. Sin embargo, el episodio que brota
maravillosamente en el camino a Emaús nos abre a una nueva y más profunda
comprensión del horizonte cristiano. No se trata de «conquistas del hacer», se
trata de donación incondicional y gratuita. En tal sentido, somos, no como dice
Sartre, lo que han hecho «de» nosotros, sino, más bien, somos lo que han hecho «por»
nosotros. La lógica del camino de Emaús radica en el don previo recibido más
allá de mí, por encima de mí, a pesar de mí, en el cual me descubro, nos
descubrimos como un exceso de donación gratuita y desinteresada. Adolphe Gesché
indica acá que esta es una de las claves centrales del mensaje cristiano.
“Hablar de Dios, de la caridad, de la fe, es actuar de manera que cada cosa
pueda comprenderse, aunque solo sea por un instante, desde la perspectiva del
exceso, de la inversión del orden de las cosas, de la conversión de las
miradas, de la transgresión de la regla de lo simplemente debido”. La lógica de
Emaús nos exhorta a dejar de interpretar al hombre y al mundo y emprender la
aventura de transformarlo desde nuestra propia transformación. La lógica de
Emaús nos dice que Cristo resucitado es aquel que acontece más allá de nuestro
deseo por contenerlo o abarcarlo.
“Sin
esperar a más, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde
encontraron reunidos a los once apóstoles y a los que estaban con ellos. Estos
les dijeron: «Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón»”
(Lc 24,33-34) Esto nos indica que no es nuestra bondad, ni nuestros méritos
logrados por nuestras manos, lo que condiciona la posibilidad del acontecer
real de Cristo. Él se da, se nos da, porque sí, de modo absolutamente gratuito,
sin determinadas condiciones de contrato, más allá de proyectos y previsiones
humanas. He allí la plenitud a la que estamos llamados desde Él, en Él, junto a
Él. Cristo resucitado es la prueba de que Él está más allá de la lógica que nos
hemos construido para ser felices: Él es la felicidad profunda y verdadera. Así
como cuando montó en la barca de Pedro (Lc 5, 3-4) invitándolo a ir mar adentro
para lanzar sus redes. Así como fueron sorprendidos los dos discípulos que
caminaban hacia Emaús y fueron invitados a escuchar con otros ojos esa voz que
les ardía en el corazón. Así mismo estamos llamados a dejarnos sorprender, a
abrir todas las puertas y ventanas de nuestra mente y nuestro corazón como hizo
María, a mantener siempre aceite para las lámparas, pues aquel que había muerto
ha resucitado resucitando en nosotros, anunciando que en la profundidad de
mañana será mucho mejor, todo será mejor. Cierra los ojos y siente, siente la
Palabra, siente a la Iglesia. Vamos a abandonarnos en sus manos, en su costado
herido, bajo su mirada. Vamos a abandonarnos a Él, pues ha resucitado, ¡JESUCRISTO
HA RESUCITADO!... ¡EN VERDAD RESUCITÓ!
Laus
Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum.
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