Emaús o por una mística de la mirada
Por una mística
de los ojos abiertos (Herder, 2013) es un libro muy reciente del teólogo Johann
Baptist Metz, cuya obra se ha caracterizado por dar una importancia fundamental
a la política dentro de la reflexión teológica. Metz nos recuerda que la
mística tiene que ver con el desplegarse de todos los sentidos en una creciente
captación y entrega a lo real con la finalidad de hacer más ineludible el
compromiso histórico, particularmente con los más desfavorecidos, para quien
quiera seguir el camino cristiano. Me resulta imposible no relacionar esta
perspectiva con el famoso episodio de los discípulos de Emaús que iban de
regreso a su pueblo luego de la crucifixión de Cristo. Recordemos las primeras
líneas de ese pasaje del evangelio Según San Lucas: Aquel mismo día iban dos
de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y
conversaban entre sí sobre todo lo que
había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo
Jesús se acercó y siguió con ellos; pero
sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran (24,13-16). Estas breves
líneas introductorias nos ofrecen toda una variedad de posibilidades para
analizar al hombre, en especial, al hombre de hoy. Vamos a detenernos un poco
en esa línea que dice sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Estaban
retenidos los ojos de los dos discípulos, pero por quién o, mejor aún, por qué.
Cómo es posible
que estos dos hombres que fueron sus discípulos no hayan podido reconocerlo. De
hecho, el Evangelio de San Juan nos induce a pensar que Cleofás fue pariente
del mismo Jesús. Qué podía ocurrir dentro de estos discípulos que les impedía
reconocer al mismo Jesús resucitado. Sin duda, el hecho absolutamente
improbable de estar contemplando a alguien que ha muerto pudo causar su efecto
en la racionalidad de estos dos, pero ya ellos habían sido testigos de lo que
este hombre había hecho, además de haber comunicado a todos lo que iba a
ocurrir y todo, cada cosa que dijo, se cumplió, ¿cómo no cumplirse también su
regreso del mundo de los muertos? Algo les nublaba la mirada. La dureza de su
corazón no les permitía ver más la verdad que les hablaba en aquel camino de
vuelta a sus vidas.
Este episodio
lucano nos hace un llamado a los hombres de hoy: cultivar la mirada interior
para disponer la mirada exterior. A veces nos perdemos en el firmamento
buscando a un Dios que está frente a nosotros extendiendo sus manos en
solicitud de ayuda o, la más de las veces, de súplica. El poeta indio
Rabindranath Tagore escribió en Ofrenda Lírica (1913) que “Dios está donde el
labrador cava la tierra dura, donde el picapedrero pica la piedra, está con
ellos en el sol y en la lluvia, lleno de polvo el vestido. ¡Quítale ese manto
sagrado y baja con su Dios a ese terruño polvoriento! ¿Libertad? ¿Dónde quieres
encontrar libertad? ¿No se ha alado él mismo lleno de alegría a la creación?
¡Sí, él está alado a lodos nosotros para siempre! ¡Sal de tus éxtasis, déjate
ya de flores y de incienso! ¿Qué importa que tus ropas se manchen o se andrajen? ¡Ve a
su encuentro, ponle a su lado y trabaja, y que sude tu frente!”. A veces la
dureza de corazón se manifiesta por medio de una aparentemente muy elevada
espiritualidad. Tan elevada que pierde todo contacto con la realidad
transformándose al final en una especie de evasión, en una huida del
compromiso. Un verso de un bello poema sufí dice: “Me amas con toda el alma;
sin embargo, me ignoras en cualquier sitio, a cada instante, frente a todos”.
No puede existir amor a Dios si no hay amor al Otro y es justamente en el
centro de la experiencia del amor donde podemos hallar a Dios. No puede existir
amor a Dios si no hay amor al Otro, al hermano, mi Yo-Ajeno. Aprender a mirar
todas las flores, como nos exhortaba Chiara Lubich, cuando afirmaba que los
fieles “están como en un gran jardín florido y miran y admiran una sola flor.
La miran con amor en sus detalles y en su conjunto, pero no suelen mirar tanto las otras flores”.
Por las palabras
de Cristo en los evangelios, al parecer, la mística de la mirada es imposibilitada
por la dureza de corazón, al menos, es lo que les reclama a todos sus
discípulos una vez resucitado. ¿Cuáles son las consecuencias de la dureza de
corazón y cómo esta puede afectar a una mística de la mirada? Sobre ello, San
Pablo nos dice que, por la dureza de corazón, los hombres son entenebrecidos
en su entendimiento, excluidos de la vida de Dios por causa de la ignorancia
que hay en ellos (Ef 4,18). El libro de Proverbios afirma que el que endurece
su corazón caerá en el infortunio (28,14). La dureza de corazón implica el
encerrarse en sí mismo, ensimismarse en nuestras limitaciones materiales que no
posibilitan el acceso a las experiencias místicas de la vida, a la profundidad
de su belleza, a abandonarnos a la dulce caricia de Dios que nos viene para
aliviar las penurias de los días, pero, muy especialmente, la dureza del
corazón abre las compuertas del egoísmo, del individualismo, de la
insensibilidad al sufrimiento del otro.
Dietrich
Bonhoeffer, líder religioso alemán que participó en el movimiento de
resistencia contra el nazismo, afirma que “nuestra relación con Dios no es una
relación «religiosa» con el ser más alto, más poderoso y mejor que podamos
imaginar -lo cual no es una auténtica trascendencia-, sino que nuestra relación
con Dios es una nueva vida en el «ser para los demás», en la participación del
ser de Jesús”. La experiencia mística, en especial la que nos expresa el
capítulo de Emaús, tiene un matiz afectivo y amoroso. Nos ayuda a
transformarnos en testigos de la irrupción del otro que nos trasciende, pero
con el que nos sentimos amorosamente vinculados y transformados en su identidad
personal. Experimentamos al otro que irrumpe en nosotros desde lo más hondo de
nuestra interioridad, ya no será el mismo tras su visita. La presencia de ese otro
nos provoca un trastrocamiento profundo de nuestro ser y en nuestro
actuar. El yo deja paso al otro y a lo
otro. Y esto tiene un punto de partida: la mansedumbre de corazón que nos
permite abrir bien los ojos.
En el Evangelio
nos queda claro que al volvernos a la escucha de la Palabra el corazón abre
todas sus puertas y entonces lo podemos reconocer. Recordemos: Y, empezando
por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre
él en todas las Escrituras […] Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo
nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos
explicaba las Escrituras?» Esto nos cuenta el capítulo de los caminantes de
Emaús, pero más adelante, cuando éstos deciden ir a Jerusalén a contar lo
ocurrido al resto de los discípulos, estando todos juntos, entre ellos,
apareció Jesús deseándoles la paz y les dijo ante sus dudas por lo que veían: Después
les dijo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba
con vosotros: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la
Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí». Y, entonces,
abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras. La Palabra nos
abre el camino para que nuestros corazones se vuelvan sensibles y permitan que
nuestros ojos cobren una dimensión más profunda dándole accesos a la realidad
de lo real, al dedo de Dios trazando la historia y no a los relatos del mundo.
La mística de la
mirada que nos relata el pasaje de los discípulos de Emaús es un puente siempre
abierto a vivir la experiencia de la alteridad, la experiencia del otro. Esta
experiencia mística tiene un valor transformador, es decir, origina actitudes
sostenibles vinculadas con la vida real: cierto contento interior, sentido
positivo y esperanzado frente a lo que acontece, pero sobre todo experiencia de
desprendimiento radical y de apertura al otro. Esta experiencia es la que
autentifica la experiencia mística. Es entonces cuando la experiencia mística
se traduce en sentimientos sostenible” de tipo positivo, alimentados siempre de
alegría y amor: “Andar interior y exteriormente como de fiesta y traer un
júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, envuelto en alegría y amor”, como
decía San Juan de la Cruz. Aquí la experiencia mística se vuelve significativa,
se hace profética, se abre un espacio nuevo en nuestro mundo, en el encuentro
con las personas y las cosas, si sabemos descubrir la acción de Dios en ellas.
Toda persona es
amada de manera original. Acoger y amar esa originalidad de la acción de Dios
en los otros es también adentramos en el misterio de Dios. El cosmos y la
historia humana son también espacios
para encontramos con él. No hay persona ni situación donde Dios no esté amando
y creando vida nueva. Esta es la percepción de la mística de la mirada, fuente
que alimenta actitudes sostenibles en conexión con la vida real: su sentido
positivo y esperanzado frente a lo que acontece. La mística de la mirada brota
de un corazón puro, noble, manso como manso es Cristo, que ha sido tejido por
la apertura a la escucha del Evangelio. La mística de la mirada que, poco a
poco, nos va desnudando el pasaje lucano de los discípulos de Emaús, nos abre a
la realidad de comprender al otro, al prójimo, como una fuente viviente en la
cual desbordar toda nuestra potencia amorosa para que todos sean uno. Como tú
Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros (Jn 17:21).
En el mundo de hoy, la Jerusalén a la cual nos llaman a volver quizás sea el
corazón de los hermanos que nuestra dureza de corazón ha imposibilitado ver.
Laus
Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum
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