En Emaús, la oración es amor que saca amor
Hemos dicho
que la oración es el primer servicio de un emausiano. Si hay alguien que gozo
de una profunda cultura de la oración fue San Juan Pablo II. Cada mes de
octubre suelo celebrar de modo personal un año más de la elección de Juan Pablo
II como vicario de Cristo y siervo de los siervos de Dios. El 16 de octubre de
1978, un corazón que venía de muy lejos, asumió las riendas por medio del
Espíritu Santo, de la Iglesia de Cristo. Ese corazón estaba encerrado en el
pecho del polaco Karol Wojtyla, un hombre cuya impronta en la Iglesia y en la
historia contemporánea marcó honda huella y que cada quien le ha dado la
valoración que su mundo interior le dicte. Ya lo ha dicho el propio Juan Pablo
II, las cosas de la Iglesia sólo se desnudan con profunda plenitud ante los
ojos de la fe. Su pontificado influyó profundamente en la vida de millones de
católicos y de no creyentes, estuvo marcado por su devoción mariana, su amor a
los hombres, su preocupación por el tema social y por su inclinación radical en
la práctica constante de la oración. La oración era para él, sin duda, el
camino más claro para la construcción de una sólida vida interior, y una Iglesia no está viva, no está unida, no
es más fuerte que cuando sus miembros tienen una vida interior, una vida
espiritual, es decir, una vida enlazada con el Espíritu de Dios, una vida de
oración. La oración es la fuerza que sostiene a la Iglesia, se mantiene viva y
se fortifica por la oración. Recordando a Juan Pablo II, creyendo con
vehemencia que su fuerza orienta mis pensamientos, van estas líneas que
intentan explicar, una vez más, el sentido profundo de la oración y de cómo
ella, que es amor, es capaz de sacar amor.
Cuando
oramos, cuando logramos conectar con esa balsámica experiencia, podemos sentir
el dinamismo de Dios que mana de su propia vida que no se cansa de dar.
Dinamismo que dinamiza, que nos permite descubrirnos más abiertos al Señor y
más decididamente comprometidos en nuestra fidelidad a ese Dios que es entrega
gratuita y gratificante. Por esta razón, Juan Pablo II afirmó en Dives in
Misericordia (1980) que en ningún momento y en ningún período histórico
–especialmente en una época tan crítica como la nuestra– “la Iglesia puede
olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples
formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. Precisamente éste es
el fundamental derecho–deber de la Iglesia en Jesucristo: es el derecho deber
de la Iglesia para con Dios y para con los hombres”. La verdad de Dios desviste
su brillo permanente con mayor intensidad durante la oración y ese brillo
alumbra nuestra propia verdad, así como el sol brinda su luz a la luna para que
ella brille. La verdad de Dios y la del hombre no pueden ser separadas.
Separarlas ha sido el intento constante de la modernidad y esto ha significado
la condena del hombre a la ignorancia y a la mentira sobre sí mismo, por ello
le concedo razón a los sabios místicos que pensaron que la causa de Dios y la
del hombre es la misma causa. En una visita a Francia en 1987, Juan Pablo II
dijo que la Iglesia, es decir tú y yo, no sólo saca de la oración la
inspiración para todas sus actividades pastorales, misioneras, ecuménicas, sino
que “testimoniando que ella reza, presta un eminente servicio a toda la
sociedad. Pues este mundo tiene más que nunca necesidad de interioridad. Todos
los instantes de la vida humana parecen ahora estar llenos de la búsqueda del
rendimiento, de la diversión, del ruido de los medios de comunicación. Pero el
hombre necesita también el silencio prolongado, la contemplación gratuita, la
relación personalizada. La oración satisface tales exigencias en su dimensión
más profunda. Abre al Absoluto, conduce a la caridad”.
Ahora
bien, cómo es la actuación del hombre que ora, es decir, cómo actúa el ser
humado que ha sido gratificado por una experiencia de Dios que le hace
donaciones. Dios dona su amor al hombre, le dona todo su amor, se lo entrega en
la oración cuya fuente es el amor del hombre a Dios, esa comunión se transforma
luego en comunión de amor en y para los hermanos. Como decía Santa Teresa de
Jesús: “amor saca amor”, ya que, el hombre se transforma por la poderosa
experiencia de la oración en conciencia de “ser amado” y que se traduce de
manera inevitable en amor despierto, activo y sacramental. Por ello, creía Juan
Pablo II que la llamada a orar debe preceder a la llamada a la acción, pero
esta última debe acompañar a la primera. La Iglesia encuentra en la oración la
raíz de toda su acción social. Este amor que va tejiéndose desde la experiencia
orante es prueba y confirmación de Aquel, puesto que, amar –que es orar–
comprometidamente es signo y garantía de que realmente me comprendo a partir de
la experiencia inigualable de sentirme amado por Dios. La oración, puerta para
la comunión entre el amor de Dios y el amor de los hombres, nos lleva a
preguntarnos con Catalina de Siena: “¿Qué me importaría a mí tener vida eterna,
si tu pueblo tiene la muerte? Ten misericordia de tus criaturas. Nosotros somos
imagen tuya. ¿Cuál fue la causa de ello? El amor”. También San Juan de la Cruz
nos lo refiere cuando dice que “en la comunicación de la dulzura del amor […]
en el ejercicio de amar efectiva y actualmente, ahora con la voluntad en acto
de afición, ahora exteriormente haciendo obras pertenecientes al servicio del
Amado”. Por ello, dirá Juan Pablo II, hemos de tener presente que en la oración
somos, con Jesús, embajadores del mundo ante el Padre. Toda la humanidad necesita
encontrar en nuestra oración su propia voz.
La
oración es gozo de la comunión en un mismo amor, tanto en lo íntimo personal,
como en nuestras relaciones con los hermanos, esa es la dinámica de la oración,
por ello es amor que saca amor. San Ignacio de Loyola decía: “amar y servir”,
pues la oración, como el amor, nos llama a las obras. “Obras, quiere el Señor”
dirá Santa Teresa de Jesús, puesto que el amor que se experimenta de manera
pasiva, que no es dinámica, que no se vuelca ardoroso sobre los demás,
transforma al hombre en desierto y muere dentro de él. Al Dios que oramos, al
que le pedimos y del que somos imagen es uno que no dejó nada por hacer y que
todo lo que hizo, lo hizo bien, precisamente por no reservarse amor. Cristo,
rostro viviente de la misericordia del Padre, lo demuestra al darse todo por
completo, y no conforme con darnos su vida, nos da a su madre, no se reservó
nada. El ser de Dios es obrar, actuar, hacer, pues su grandeza no tiene término
y por ello tampoco sus obras. Ese obrar constante, prueba de su amor, nos es
revelado por la oración, por ello Juan Pablo II entiende que orar significa
también callar y escuchar lo que Dios nos quiere decir. Participar de la
oración, es participar del amor de Dios y participar del amor de Dios es obrar
para honra de Dios mismo y para compartir el amor que nos quema el corazón por
medio de las obras que brindamos a nuestros hermanos, especialmente, a los más
pobres y necesitados. “En la oración, escribe Juan Pablo II, abrimos nuestros
corazones y nuestras mentes a este Dios de amor. Y es la oración la que nos
hace una sola cosa con el Señor. A través de la oración logramos participar más
profundamente en la vida de Dios y de su amor”.
Pensando
en su Obra, San Josemaría afirmaba otro tanto sobre las consecuencias de la
vida orante: “No tenemos otro fin que servir al Señor, a su Iglesia Santa, al
Romano Pontífice, a las almas todas. Si la Obra no prestara ese servicio, no la
querría: se habría desnaturalizado”. Lo que se desnuda en estas palabras del
fundador del Opus Dei, las de Juan Pablo II y lo que hemos venido desarrollando
es que la oración, como puente que nos comunica con Dios, nuestro ser nos es
revelado capacitándonos para ser como Él, es decir, don activo, presencia
servicial a todos los hombres. “Es en la oración, escribe Juan Pablo II, donde
aprendemos el misterio de Cristo y la sabiduría de la cruz”. Parte de la
sabiduría de la cruz es, sin duda, el extremo del amor que se sirve para
salvación de los hombres. Producto de su abandono a la oración en el Getsemaní,
el Hijo ve con claridad el corazón del Padre donde le muestra cuál es su
voluntad: que los hombres se salven por medio de mi ofrenda de amor. Del amor
del Padre en diálogo con el amor del Hijo desnudo en la oración brota la prueba
de amor más grande que ojos humanos han visto: aquella que es capaz de brindar
su vida por sus amigos. La oración en la oscuridad del Huerto de los Olivos
permite que el amor brille y se consolide pleno en la cruz que aguarda. Piensa
Juan Pablo II, por razones como estas, que la oración es la primera y
fundamental condición de la colaboración con la gracia de Dios. Es menester
orar para obtener la gracia de Dios y es necesario orar para poder cooperar con
la gracia de Dios.
La
oración, que es amor que saca amor, nos brinda nuevos ojos, nuevos oídos, nuevo
corazón, nueva mente, para captar la firme expresión de Dios como amor, un amor
que es una llamada a volvernos amor para todos los que Dios ama. Por eso, Santa
Teresa de Jesús, leída con harta frecuencia por Juan Pablo II, afirmaba que
servir a los hermanos es el mayor de todos los servicios que reflejará el mayor
contento que puede ofrecérsele a Dios, allí, en el servicio a los otros, a
nuestros hermanos, despunta la mejor manera de demostrar amor a Dios: hacer por
los prójimos, y es que, como apunta nuestro Papa polaco, “no sería auténtica
vuestra oración, si no fuera acompañada de un compromiso de vida cristiana y de
acción apostólica”. La relación de adoración y oración con servicio y acción
tiene un profundo significado para la Iglesia. La Iglesia se considera a sí
misma llamada a la adoración, al servicio; al mismo tiempo, ve su servicio
relacionado con su oración. Concede grandísima importancia al ejemplo de
Cristo, cuyos actos fueron en su totalidad acompañados por la oración y
realizados en el Espíritu Santo.
Desde
muy joven, Juan Pablo II, aprendió a entregarse totalmente en sus experiencias
orantes. Ellas le condujeron de manera eficaz a sentir muy en su intimidad la
experiencia de Dios. Esa experiencia íntima se proyectó de manera decisiva en
el camino que conduce al prójimo. La oración transforma el momento de intimidad
con Dios en un dejar a Dios por estar con el prójimo que es, como sabemos,
imagen y semejanza de Dios. No puede haber, lo supo Juan Pablo II y lo sabe la
Iglesia de Cristo, experiencia de Dios si no hay empeño y compromiso con
nuestros hermanos, si no hay obras para la promoción del prójimo. Y es que “Si
alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.Y hemos
recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano”. (1 Jn 4, 20-21) JESUCRISTO HA RESUCITADO... EN VERDAD RESUCITÓ
Laus Deo. Virginique
Matri. Pax et Bonum
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