María nos invita al silencio


        

   
          El Evangelio según San Lucas 24, 13-35 nos muestra a dos discípulos atormentados, tristes, desamparados, que regresaban a Emaús. Todo había terminado. El Maestro estaba muerto. Lo habían colgado en la cruz. Había muerto. En su camino de regreso a lo que había sido su vida anterior, se topan con peregrino al cual escuchan haciendo silencio. Ese silencio permitió que las palabras del extraño pudieran entrar en la profundidad de sus corazones. Ese silencio les hizo arder el corazón. Silencio que es disposición a escuchar. La Virgen María destacó por su silencio, por su disposición a la escucha de la Palabra de Dios, por su apertura al momento de la oración. Este texto trata sobre ella y el silencio necesario para poder sentir, como aquellos dos, el corazón arder.

San Juan Pablo II recomendó al pueblo cristiano profundizar en la identidad y la misión de la santísima Virgen María, puesto que, como es sabido, no sólo representa el modelo por excelencia de santidad para nuestra Iglesia, sino por constituir uno de los testimonios más hermosos y perfectos de humildad y fe. Sus virtudes nos hablan de su noble moral que la transforman en una fuente inagotable de agua viva dispuesta para calmar completamente la sed de quien acude a ella con corazón puro. María es puerta hacia la salvación. Vehículo que nos conduce a la perfección cristiana. Mediadora entre Dios y los hombres y entre los hombres y Dios debido a que Él así lo quiso y lo dispuso. Sin embargo, a pesar de lo que espiritualmente significa para el pueblo cristiano que la reconoce como Madre, puesto que es la Madre de Dios, a veces nos resulta tremendamente desconocida. Poco se sabe de su vida. Todo lo ocurrido antes de la Anunciación se nos presenta como un misterio, pero, precisamente por ello, también es una hermosa invitación a indagar en el significado sustancial del silencio y la humildad. Este misterio que rodea a María antes de su bienaventurado comienzo en la historia de la Salvación se nos brinda como una posibilidad fructífera para intentar ahondar en la gracia de Dios, ya que, como hay constancia bíblica, no suele presentarse con el brillo acostumbrado en las cosas importantes que suelen acompañar lo humano. Dios, al parecer, prefiere obrar desde lo común, desde la sencillez como si con ello nos quisiera indicar que los milagros, los grandes milagros, se van tejiendo en la experiencia simple y sencilla de lo cotidiano. En lo cotidiano, al igual que en nuestra santa Madre, se nos muestra el valor del silencio. Silencio donde se forja la palabra plena, al igual que en María, quien cubierta por el Silencio de Dios que vino sobre ella se hizo portadora de la Palabra encarnada.

Octavio Paz nos lo recuerda afirmando que así como del fondo de la música germina una nota que, mientras vibra, crece y se adelgaza hasta que en otra música enmudece, brota del fondo del silencio otro silencio, pero que es una palabra cargada con la plenitud infinita del silencio que la gestó. Esa nota musical que vibra, esa palabra repleta de silencio, se me antoja Cristo, quien es la Verdad que no pudo escuchar Pilatos. Jesucristo es encarnación entre los dos polos de un mismo silencio: el silencio del amor entre los ojos de Dios abiertos al corazón de María y los ojos de María cerrados para poder contemplar los ojos de Dios que la observan desde su corazón valiente. Dos polos en los que el silencio se condensa y se revela, ya que hay otras modulaciones del silencio entre la palabra y más allá; ese silencio inalcanzable o inalcanzado (María Zambrano). Silencio hecho Palabra. Palabra hecha presencia. Silencio diáfano donde se da la pura presencia absoluta, tan total, podría acotar María Zambrano, como sólo algo humano puede serlo. Una presencia que se hizo a través de María fundiendo poder, saber y amor, trípode donde se sostiene el diálogo abierto entre Dios y los hombres. Un diálogo surgido del silencio, ese silencio suyo tan suyo, que está pleno de palabras nacidas de un saber que no se encierra en sí mismo, sino saber que se busca a sí mismo en comunidad. Del Silencio de Dios y del Sí silencioso de María insurge sobre el mundo la Palabra que es diálogo permanentemente desnudo en los evangelios. Este diálogo es el Mesías que, como afirmara San Juan Pablo II en 1986, es esperado por el pueblo de la antigua alianza y enviado por el Padre en un momento decisivo de la historia, 'al llegar la plenitud de los tiempos' (Gál 4,4), que coincide con su nacimiento de una mujer en nuestro mundo. La mujer que introdujo en la humanidad al Hijo eterno de Dios nunca podrá ser separada de Aquel que se encuentra en el centro del designio divino realizado en la historia. María, Madre de Dios y de todos los cristianos, se transforma así en puente escogido por Dios para hablarnos de un silencio absoluto hecho palabra que se nos da, pero, al mismo tiempo, silencio absoluto hecho palabra que nos exige.

En el vientre de María, Dios renuncia un poco a su silencio que es misterio esencial y nos permite adquirir un poco de él. Sin embargo, todavía reposado con placidez en el vientre de su Madre Santa, sigue siendo palabra que todo lo nombra, pero que ninguna puede abarcarlo a Él. Toda esa plenitud, en una profunda muestra de humildad, también se alimentó de lo que se alimentaba María y esto nos habla sin hablar de su pureza, pues, el niño que allí se agitó cargado de amor, por amor se entregó al calvario ardiendo de esa misma pureza. Por medio de María, el sagrado Silencio se hizo Palabra y se hizo carne, y esa palabra, llena de firmeza y resolución, lleva el sello inconfundible de su libertad y de la libertad de la mujer que aceptó con gozo la misión que sobre ella recaía. Me resulta conmovedor imaginarme sintiendo con mi mano manchada moviéndose dentro del vientre de la siempre Virgen toda la verdad, la bondad, la justicia, la fidelidad y la misericordia de mi Padre que es, al mismo tiempo, mi Hermano. Verdad, bondad, justicia, misericordia que son palabras que vienen de la fuente del Silencio y que tendrían que recibirse en silencio para que alcancen la plenitud esencial. Palabras que penetran en el hombre buscando un sentido que les brinden rostros en la dinámica social. Un sentido que no se da de manera fácil a nuestras palabras sencillamente porque éste no está condicionado por ellas, ya que ellas, nuestras palabras, cargadas con los sabores del mundo, se regodean mostrando casi siempre sus bordes imprecisos y contenidos ambivalentes.

 Por ello, creo que debemos buscarle ese sentido que nos busca desde el vientre santo de la santa Madre ofrecido a través de la doctrina de la Iglesia. Nuestra Iglesia que nos ha dicho desde siempre que debemos aprender a renunciar a nuestras palabras abrazando el silencio de Dios desnudo en Cristo que es Palabra plena, Palabra de Vida. Volver en silencio al vientre de María, nuestra Madre, donde sigue latiendo el eco de aquel antiguo silencio que nos nombró antes de que hayamos sido. Beber de su fuente y que todos la llamemos Madre siendo verdaderos hermanos, sin odio, sin rencores como hijos suyos, así como comienza la oración a Santa María del Silencio. Bendito tu Silencio, mi Dios. Bendito tu Sí silencioso, María siempre Virgen, que me han dado una palabra, una sola, que me da sentido aquí y ahora: Cristo. Intentemos nutrirnos de ese Silencio de María, silencio de humildad, silencio de afirmación en la fe, silencio de todos los silencios, silencio para poder escuchar el dolor de los otros que nos necesitan. Silencio para poder escuchar a Dios que nos habla de su misericordia. Silencio para poder escuchar lo que realmente hay que escuchar. Ese silencio primordial del cual nace la vida, la verdad y la justicia. Hagamos silencio como María y una vez sintamos el corazón arder, gritemos juntos JESUCRISTO HA RESUCITADO… EN VERDAD RESUCITÓ

Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum

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