Monseñor Oscar Romero también caminó a Emaús




Hace unas semanas atrás, reflexionaba sobre la experiencia de los discípulos que regresaban a Emaús, luego de la pasión y muerte de Jesucristo, particularmente de cómo no pudieron reconocer a su Maestro cuando se les presentó en el camino gozando de la gloria de la resurrección. De cómo este episodio lucano hace un llamado a los hombres de todo tiempo y espacio para que aprendan a cultivar la mirada interior para disponer la mirada exterior, puesto que, muchas veces, nos perdemos en el firmamento buscando a un Dios que está frente a nosotros extendiendo sus manos en solicitud de ayuda o, la más de las veces, de súplica. Recordaba en ese texto un verso de un bello poema sufí dice: “Me amas con toda el alma; sin embargo, me ignoras en cualquier sitio, a cada instante, frente a todos”. No puede existir amor a Dios si no hay amor al Otro y es justamente en el centro de la experiencia del amor donde podemos hallar a Dios. No puede existir amor a Dios si no hay amor al Otro, al hermano, mi Yo-Ajeno. Esta podría ser, de alguna manera, la descripción de la conversión por la cual atravesó Monseñor Oscar Romero, la descripción del cómo detuvo su camino a Emaús para retornar a Jerusalén. ¿Por qué a Jerusalén? Pues por la misma razón que lo sugiere San Lucas en su Evangelio: Jerusalén es el lugar de la redención.
            El evangelio nos habla de dos discípulos que regresaban de Jerusalén arropados por la tristeza, el desencanto y la desesperanza, pues el Maestro había muerto en la cruz hacía tres días y, salvo los comentarios –según ellos– alarmistas de unas mujeres que decían haberlo visto regresar de la muerte, nada había ocurrido. Ante estos comentarios, Jesucristo, irreconocible para ellos, les dice: “¡Oh, insensatos y duros de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo eso para entrar en su gloria?” (Lc. 24, 25-27). Sin embargo, el momento cumbre de la narración es cuando estos discípulos logran reconocer Jesús al momento de la fracción del pan. Desaparece ante sus ojos. No pueden verlo ya, aunque, quizás no sea exactamente así. Quizás no se trate de no poderlo ver más, sino, todo lo contrario, de comenzar a verlo en todos. Probablemente Cristo no desapareció, sino que, como ocurriera con el pan, terminó repartiéndose en los corazones de cada hombre como señal recordatoria de que es allí donde arde la imagen viva del Dios vivo. Para ello, era necesario que estos dos discípulos compartieran con Jesús la amargura de Getsemaní. ¿Cuál fue el Getsemaní de estos dos? La terrible aflicción de sentirse fracasados ante el bochornoso espectáculo que supuso la muerte en la cruz de su Mesías. ¿Qué significa Getsemaní? Significa el salto al vacío, el áspero descender al infierno para podernos asomar al infinito.
            Monseñor Oscar Romero, al igual que Cristo y que los dos discípulos, claro, y como tantos otros, vivió su Getsemaní personal. Tuvo su noche oscura en la cual presenció a Jesús saliendo de Jerusalén para irse a orar al huerto. Nadie vio lo que allí sucedió, pero Romero lo sintió intensamente como si todo aquello ocurriera frente a sus ojos y sin la posibilidad de hacer nada, más que mirar, contemplar el dolor que comenzaba su paso acelerado por el corazón de aquel hombre justo. Vio cómo se quedaron dormidos aquellos que lo acompañaban. Se quedaron dormidos, fueron vencidos por sus limitaciones y esas limitaciones fueron las que no les permitieron presenciar ese diálogo histórico entre Jesús y su Padre. Romero, como aquellos durmientes, habían preferido vivir de espaldas a esta cuestión que les supera. Prefieren ignorar su existencia y dedicar su vida a construir muros para burlar su presencia: distraerse por fuera para no mirar adentro. Monseñor comprendió cómo ningún hombre de ese momento estaba a la altura de la situación. Todas las cobardías estaban de manifiesto. El Getsemaní de Monseñor Romero tuvo muchos nombres, pero uno resaltó entre todos: El padre Rutilio Grande. Su muerte, su pasión, su calvario condujeron a Romero a vivir su fe a partir del sacrificio encarnado y no como colgajo barato en el discurso siempre bien visto, siempre cómodo, siempre con las manos limpias, tan limpias. Romero estaba parado frente al abismo y quien no conoce el abismo no conoce a Dios ni se conoce a sí mismo. Romero, como Jesús, se encuentra en un callejón sin salida. Ese instante en el que no se sabe sin dar un paso adelante o, por el contrario, retroceder. No puede escapar. Sabe que no puede escapar. No tiene escapatoria, o quizás sí, pero una voz que retumbaba en su interior lo impulsaba a dar ese paso, a lanzarse a los brazos de la cruz, su propia cruz. Romero conoció a ese Jesús y sintió el valor, la fuerza, la potencia de saber que no cruzaría solo el temible abismo: se abrieron sus ojos, así como se abrieron los ojos de aquellos dos en la casita de Emaús.
            

             
           Romero había vivido hasta ese momento un compromiso sin compromiso. Sin duda, su amor por los descartados siempre estuvo presente, él venía de allí. Sin embargo, no terminaba de dar el paso, pues estaba lleno de temores, de exigencias personales mal orientadas, del miedo al qué dirán en la Iglesia, que lo mantenía retenido, congelado, paralizado, pues, su Iglesia también tenía miedo, mucho miedo, el mundo cambiaba muy rápido y las comodidades eran muy seductoras. El aleteo amoroso del Espíritu Santo en el Concilio Vaticano II no había sido atendido con seriedad y, mucho menos, sus repercusiones en Medellín (1968). Romero estaba entre dos aguas, como apuntábamos, no sabía si dar un paso adelante o retroceder presuroso. Sin embargo, la muerte violenta del padre Grande lo sacudió hasta el punto de abrirle todos los sentidos en medio de la oscuridad en donde se hallaba, pero no se daba cuenta. La noche que abrazaba pestilente a El Salvador masacrando el amor, la fe y la esperanza de su pueblo, en especial, el pueblo descartado cuyo corazón compartía, pero no se atrevía a escuchar lo comenzó a increpar desde su mismidad de hombre, de cristiano. Tenía el corazón duro y no se había dado cuenta, así como aquellos dos que regresaban a Emaús.
            No le tocó fácil a Monseñor Romero tanto dentro como fuera de la Iglesia. El mundo de su momento tenía una actitud de profunda desconfianza ante la Iglesia cristiana. Curiosamente, tal desconfianza, en lugar de disminuir, aumentó tras el Vaticano II,  que subrayó y explicitó las líneas programáticas en orden a un mayor acercamiento de la  Iglesia al mundo y a un compromiso total con él. Se tergiversó. Nacieron propuestas peligrosas que desviaban el sentido evangélico del compromiso, inclusive haciendo propuestas ajenas al corazón de la Iglesia que entraban de lleno en las fauces de la violencia armada. El Romero que regresaba de Emaús se hallaba en el ojo del huracán y se hallaba solo, realmente solo. Todos sospechaban de él, de sus intenciones, de su amor, sólo el pueblo pobre supo reconocer, entre el ardor del hambre y la sed de justicia, la voz que los impulsaba a reconocer la dignidad que albergaban en sus corazones, allí donde Cristo terminó repartiéndose cuando desapareció en la casita de Emaús.
             Monseñor Romero, en su Getsemaní, dolor punzante que el abismo enciende y que sólo se apaga en la donación, en la entrega, en el reconocimiento de que nuestra «nada» se vuelve «todo» en el amor que se ofrece sin esperar otra cosa más que la esperanza de volverse a dar, descubre el origen del mal, su fuente, la no fidelidad al encuentro a través del cual Dios se ha implicado en nuestra existencia, el habernos olvidado de Él, la no correspondencia a su iniciativa. En el corazón de aquella oscuridad del huerto, sintió que Dios mismo en la amargura de su Hijo le preguntaba: “¿Qué injusticia hallaron en mí vuestros padres, para alejarse de mí e irse en pos de la vanidad de los ídolos para hacerse vanos?” (Jer 2,5) En ese compromiso de Dios, el cristiano, y así lo empezó a comprender en carne propia Romero, tiene su raíz originante, a partir de él adquiere su fundamento, sus características y su  orientación. Por lo tanto, ambos compromisos son inseparables. El problema, reflexiona von Balthasar, es a quién encuentra el cristiano en este mundo, del cual él mismo forma parte. Encuentra al hombre, cuyo sentido o sinsentido es decisivo y condiciona el de todas las demás cosas. Encuentra al hombre, pero la dinámica de la mirada que se desborda en la experiencia mística de Emaús que nos relata San Lucas lo transforma. Una mística que se despierta en el compromiso del servicio, es decir, en el ser para los demás y, como fue el caso de Romero, ser para los demás hasta las últimas consecuencias.
            Una mística que promueve una antropología del acercamiento, es decir, una antropología centrada en las personas y no en los sistemas. Para que esto sea posible, el ser humano, el hombre y la mujer, deben abandonarse al amor, pues el amor puede sanar hasta la herida más íntima y profunda, más aun, el amor que es capaz de mirar a Dios sin miedo y sin complejos, y el amor, lo sabemos, lo supo muy bien Romero, no sólo es fuente, sino que también es fin y motivo del obrar, en palabras de San Agustín uno se transforma en aquello que ama: “¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? Entonces yo digo, serás Dios”. “Solamente la violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en la cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”, eso lo decía Mons. Oscar Romero en la homilía del 27 de noviembre de 1977 para exponer en cuál violencia sí creía. Violencia de Cristo que apuntaba a amar al prójimo como centro gravitacional de su peregrinaje por el mundo de los hombres, ya que, “el que dice que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un embustero (1 Jn 4,20). Mons. Romero no se cansó de predicar ese amor hasta en los momentos más duros y oscuros, hasta en esos días tensos que condujeron a su muerte en el altar, ya que estaba convencido de que esa era la única fuerza que puede vencer al mundo. Por ello se asumió como constructor de esta gran afirmación que es la afirmación de Dios que nos ama y nos quiere salvar. Dios nos ama con amor tierno, profundo, infinito y eso justamente fue lo que vino a enseñar Jesucristo, rostro de la misericordia del Padre, a amar con ternura, amor íntimo, amor que nos brinda sentido, nos identifica, por eso nos llamó por nuestro  nombre y le pertenecemos (Cfr. Is 43,1). Este es el Romero que comenzó a peregrinar por el mundo. El Romero que vivió intensamente la experiencia de aquellos que iban camino a Emaús, pero que, luego de descender al abismo de Getsemaní, se levantan a un tiempo para volver a Jerusalén, es decir, asumir de manera radical el compromiso del cristiano: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.

Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum 

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