Reflexiones sobre una formación
Pocas
cosas disfruto más que escribir y dar clase. Soy profesor. Me gusta estudiar,
leer, escribir, pero sobre todo, me gusta cuestionar y cuestionarme. Esa es una
virtud o un defecto, lo decide usted, que tengo desde pequeño. Disfruto pensar
y generarme conflictos con la finalidad de intentar, a veces con éxito, a veces
con dolorosos fracasos, llegar a conclusiones que me ayuden a vivir con mayor
coherencia o solidez mi fe, al menos eso creo. Eso ha hecho que se me
reconozcan ciertas virtudes que me han permitido compartir experiencias y
reflexiones con algunas hermandades de Emaús en Maracaibo, en lo que hemos
llamado «formaciones». Se me ha llamado para que comparta con los hermanos las
ideas que sobre el servicio y la obediencia he venido amasando entre mi
experiencia personal y lo que he podido leer de hombres y mujeres más curtidos
en el tema que yo. Hay una pregunta que suele repetirse con mucha frecuencia en
esas formaciones: ¿Cómo es un buen
servidor? ¿Qué debo hacer para ser un buen servidor? Cuando me la hacen,
suelo responder con otra pregunta ¿por qué o para qué quieres saber esa
respuesta? Preguntas que me parecen lógicas de hacer, pero que, sin duda, tiene
una fuente de donde mana. Me la han hecho tantas veces, como si se creyera que
yo tengo objetivamente hablando una respuesta, que me la terminé haciendo. Me
hice la pregunta, pero para darle respuesta. De eso tratará esta breve
reflexión.
Esta
respuesta será muy personal, es decir, no estará basada en ningún documento en
particular, sino en mi lectura del Evangelio y en lo que he vivido en mi corta
vida como servidor emausiano. No busca ser una verdad absoluta, ni siquiera
parcialmente absoluta. Tan sólo es una opinión con la que se puede
perfectamente no estar de acuerdo y pasarla por alto. Así que, ustedes que
me leen, sepan comprender si sienten que me equivoco, eso sí, por caridad
cristiana, si estoy equivocado solicito se me corrija para hacer un trabajo
mejor, para servir con mayor propiedad al Señor.
Quiero
comenzar haciendo mención de dos particularidades que he venido notando con
preocupación. Las dos particularidades ocurrieron luego de participar en dos
recibimientos en mi ciudad. La primera se centra en el comentario de una
hermana y la segunda en el comentario de un hermano. La hermana dijo con clara
dosis de complacencia: Listo, este fue
mi retiro número 42. El hermano dijo: Estoy
loco por un nuevo retiro y así poder servir. No cabe duda de que la
Experiencia de Emaús es hermosa. Hermosa como pocas. No es un retiro como
muchos otros. Sin embargo, no es así por el retiro en sí, sino porque lleva un
sello particular que Dios le ha dado. Ese sello distintivo lo tiene cada retiro.
No hay retiros mejores o peores. Hay
retiros que se aprovechan y otros que no, y eso tiene que ver con la
disposición que cada uno tenga, con la apertura de mente y corazón que cada
persona tenga. He visto hermanos salir de Emaús renovados, efusivos, llenos
de alegría y deseos de servir. También los he visto salir igual a como llegaron.
En todo caso, tanto a unos y a otros los escucho referirse a Emaús como si se
tratara de Emaús. No. No se trata de
Emaús, se trata de Dios. Emaús es un instrumento como muchos otros.
Emaús es un camino entre muchos caminos. Emaús no cambia nada ni a nadie.
Sólo Dios tiene ese poder. Cuando
cosificamos a Emaús, entonces todo termina siendo “un retiro más en mi lista de
retiros”, es como decir, que se tiene un nuevo carro, un nuevo celular, unos
zapatos nuevos o una nueva cartera.
Por
otro lado, el servicio no comienza ni termina en el retiro. El servicio no se
descubrió en Emaús. Dios nos da siempre
oportunidades para hacerlo, para servir. Venezuela en este momento, por
ejemplo, es una oportunidad para servir cada segundo de vida. Llevando la
esperanza de la Buena Nueva, pero con compromiso, con conciencia, con el
ejemplo, no sólo con el discurso, pues no vamos a llegar al corazón únicamente
con palabras. Sólo Cristo tiene esa capacidad, pues su palabra es la vida
misma, y aunque el cielo y la tierra pasen, su Palabra no lo hará. No necesitas de un retiro para servir,
puedes hoy en tu casa junto a tu familia, en tu vecindario, en tu parroquia, en
tu sitio de trabajo, en el transporta público, en la calle mientras caminas,
cada vez que respiras. No banalicemos esta experiencia rica en posibilidades.
Ahora
bien, a lo que íbamos: un buen servidor cómo es. Libanio era un pagano del
siglo IV y se le atribuye un comentario que dice que no existen fieras más peligrosas
para los hombres que los cristianos para con sus correligionarios. A qué se
pudo deber este comentario realmente no lo sé, pero sin duda pienso en aquellos
hermanos que, llevados por los celos y la envidia, han sido capaces de agredir
a otros. Así que, de entrada, se me ocurre que un buen servidor se distingue por servir desde el amor, desde la
caridad desinteresada, desde la ternura hacia la pobreza y hacia la miseria
humana. Aquel que persevera en la misericordia y no se deja condicionar
por la mayor o menor aceptación de los demás. Aquel que goza de una
verdadera libertad interior trabajada con humildad, sencillez y mucha oración
será un buen servidor, pues no se dejará arrastrar por las dos grandes
tentaciones del cristiano: la tentación del triunfo y la del fracaso. Tentación
que, a mi juicio, es la base de la pregunta sobre cómo se llega a ser un buen
servidor.
Meditemos
un poco sobre estas dos tentaciones. No te ha pasado que nos creemos buenos
porque asumimos que, por algo hecho, aportamos un progreso al Reino de Dios.
Creemos que hemos ayudado a salvar un alma. A veces, sin querer, llevados
por el apasionamiento y por una entrega equivocada, nos apropiamos de los
frutos del servicio, sin darnos cuenta que tan sólo somos una voz creada por
Dios, sostenida por Él hasta que Él decida lo contrario. Entonces nos creemos más santos, más inteligentes, más servidores que
otros, más cercanos a Dios que otros. La tentación del triunfo es sumamente
peligrosa, tanto como la tentación del fracaso, es decir, la segunda
tentación en la que caemos muchas veces los cristianos. Cuando pensamos, por
ejemplo, que no estamos a la altura de la situación, que no estamos bien
preparados, que nos dejamos aplastar por un mundo práctico cuyo interés no está
en la visión religiosa de la realidad. En ambos casos, entendamos, no se
trata de nosotros, sino de Cristo.
No se trata de ti y de mí, sino
de la misericordia de Dios y el rostro de esa misericordia que es Jesucristo.
Le escuché decir a alguien algo muy profundo, aleccionador y hermoso: el mayor fracaso de Jesús, la Cruz, fue su
mayor triunfo. Ambas tentaciones están centradas en nuestro afán de
exaltarnos cuando todo va bien o de desconsolarnos cuando todo sale mal. Cuando
Cristo hizo el mayor de sus milagros, la multiplicación de los panes y los
peces, no se quedó a esperar el aplauso o que lo levantaran en hombros, todo lo
contrario, se retiró a orar, quizás a dar gracias. Cada vez que se acercaron con la finalidad de levantarle el ego, que lo
tuvo como tú y como yo, él prefirió retirarse. Por eso, el éxito del
servicio se concentra en no buscar el éxito del servicio, sino en servir,
viendo con lucidez que esta es obra de Dios que hace resplandecer el sol sobre
buenos y malos. Servir siempre tendrá la aceptación y el rechazo de los demás,
pero esa no debe ser nuestra motivación, como tampoco que se nos reconozca
nada. Cuando servimos es Cristo quien debe verse reflejado. El servidor no
tiene nombre como el otro discípulo que acompañó a Cleofás. Cuando servimos somos la mula que entró con
Cristo sobre su lomo en Jerusalén. El buen samaritano no tenía nombre,
era tan sólo el buen samaritano. Nosotros no somos nada, es Dios quien obra más
allá de todas nuestras fronteras y expectativas.
Creo que un buen servidor es un
buen hermano. Uno que busca siempre la consolidación de
la comunidad en torno a Cristo. El que se esmera por la consecución de la
fraternidad. Aquel que se le alegra de
corazón por los éxitos del bien hecho por otros de la misma manera e intensidad
con tus logros. Aquel que no sufre cuando a un hermano o a una hermana
le son reconocidos sus dones y no busca silenciarlo o esconderlo, sino más bien
promoverlo, pues su alegría es tu alegría. La Iglesia, nuestra Iglesia, ha sufrido mucho por la mezquindad de su
propia gente, por los celos y la envidia. Cuántas empresas apostólicas no
naufragaron por culpa de estas bajezas que nada tiene que ver con la
espiritualidad cristiana. Sin embargo, no nos desmoronemos por esto. No te
sientas afligido por estas palabras. No han sido escritas para que sufras,
tampoco para que te regodees porque sientes que con ellas puedes atropellar a
otro. Están pensadas con el ánimo de que mejoremos todos. No creas que no
disfruto de los aplausos o que no sufro cuando dejan de sonar. También soy un
miserable muchas veces. En algunas oportunidades me doy cuenta y me regaño con
dureza, pero otras veces ni me doy por aludido y miro para otro lado. Estas
palabras la escribo para darnos ánimo, para que nos aferremos a Cristo y no
tengamos miedo, pues JESUCRISTO HA RESUCITADO… Paz y Bien.
Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum
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